10 de septiembre de 2012

Furtivos


por @JesusNJurado

La primera vez que la penetró, como desconfiado, sintió un mínimo rubor. Delgada, pecosa, contrahecha, huesuda, no supo por qué se la follaba, con aquellos chasquidos óseos y con sus desesperados gemidos de tonta trascendente. Juró jamás copular con una anémica andrógina, pero la luz de madrugada, las promesas de amanecida y el frío de la noche madrileña a solas le instaron a un rápido razonamiento de sus pulsiones. Carolina Perera, musa de aquellos torpes poetas de provincia inflamados de Corte, le siguió la mirada toda la noche en el acto endogámico, en la Capital, donde premiaban a quien iba vendiéndose como mentor de las gloriosas nuevas generaciones del Sur, don Alejandro Sánchez. Un premio de bronce apócrifo, una escultura mala y de serie, y el poeta del Sur henchido de esa dicha burbujeante y limitada de quien no es más que un brillo pálido en la eternidad del ostracismo, brujuleando entre las damas que tapaban su furor falsamente uterino y menopáusico con pieles sintéticas. Pero Carolina lo miraba, y a cada copa, a cada trago de la cerveza de taberna, iba acercándosele con un deseo de sexo furtivo; con esa impaciencia de retrete y bragas ortopédicas que a Bernardo, embutido en un tres cuartos con  bufanda, no gustaba en demasía.
Carolina Perera eran unas gafas marrones y una cara neutra -sin otro atractivo que el de la vulgaridad-  infectada de pecas, pecaminosa de huesos, que sostenía su excelencia narrativa en unos cuentos impresos por ella misma y su ayuntamiento, de Hellín, pudiera ser, que regalaba a quien tenía a bien preguntar por su obra, escasa y paupérrima a todas luces. Pero Carolina Perera, delgada, con la esbeltez mortuoria de una sifilítica, esparcía un aliento perfumado de deseo y una seguridad de sexo inmediata, y quizá esa constatación de un coño disponible iba entregándole con periodicidad de nómina a un maná de concejales orondos de cultura que la poseían cada noche, dándole a su corporeidad escuchimizada y blanquecina lo mejor de su soledad municipal.  Carolina Perera ahora dialogaba con Bernardo, enumerándole sus obras y aquella adaptación de Lope que había dirigido con las mujeres separadas de su pueblo, lejano y manchego; y su verborrea presuntuosa adquiría fulgores de jactancia cuando resaltaba, mostrando una fotocopia deslucida de tiempo, que un catedrático la había citado en un manual de literatura contemporánea, previo encamamiento, suponemos.
Pero ahora se veía allí, en aquel altillo exiguo de La Latina, con Carolina Perera y su universo de literatura regalada y consistorial, y una erección interminablemente laxa le empujaba a probar nuevas posturas. Pensó que, a falta de cuerpo, aquella montura de gafas posmodernas, aquel pubis enrevesado de rizos, pudieran proporcionarle un kamasutra desconocido de ambición y prepotencia. Pero Perera, la cuentista manchega, la dramaturga carcelaria, se venía abajo en cada espasmo, en cada postura tradicional y fatigosa. Carolina Perera, pues, consideraba al sexo, sacrosanto para Bernardo, como un contrato de compraventa editorial, sin busto, sin magia y sin placer.
Algo de alcohol o de dignidad aún mantuvo Bernardo a la mañana siguiente, cuando, al despertarse, la encontró curioseando sus libros. A la mierda, le instó, y Perera, dolida en su orgullo lo llamó machista, recogió la dignidad vítrea de sus gafas de pasta y se marchó a la calle, escocida y digna, follada y grafómana, inventando un curso de narrativa con el que sablear a sus concejales de cultura favoritos.

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